LA MEDIOCRACIA Y EL EVANGELISMO DEL HUMANISMO EXCLUYENTE

LA MEDIOCRACIA Y EL EVANGELISMO DEL HUMANISMO EXCLUYENTE

Por Rafael Bautista S.

El triunfo que logró la derecha en Bolivia destapa no sólo el fraude mediático (cuya parcialización ya es demasiado burda) sino también los estrechos discernimientos de sus analistas que, abanicando sus divagaciones en cadena nacional, sólo acuden a monsergas y lugares comunes para remediar, en algo, sus pueriles enfoques. Para los medios, al no tener idea de democracia –pues eso les importa muy poco–, hacer de la política un circo, encaja muy bien con su afición a ofertarse a intereses que sólo saben cotizar sus negocios en una nación despojada de decisiones soberanas.

Los medios convertidos en mediocracia, o sea, en poder (porque crean opinión pública), son los más aptos agenciadores para este despojo; pues desde el entretenimiento embrutecedor hasta la expropiación de la libertad de expresión, su rol es claro: descomponer la potencia popular y devaluar sus capacidades en conformismo, desidia y sumisión.

En esta su “misión y visión”, la mediocracia intoxica la convivencia política (provocando divergencias irracionales) y abre paso al conflicto y la beligerancia sin resolución posible. En ese sentido, lo racional, en términos mediáticos, se reduce a la capacidad de instrumentalizar el universo de las preferencias sociales. Esto, que es determinante en la política que conocemos, hace que la arena política quede subsumida en un disparatado escenario comercial. La generalizada mediocridad política creciente y la propagación de candidatos ignaros, es lo que administra la mediocracia para una mejor potabilidad mercantil de la democracia, o sea, hacer lo que el mercado hace: idiotizar al cliente para que consuma obediente todo lo que el mercado le venda.

            Los analistas nunca consideran esta limitante que pervierte sus divagaciones, pues ellos mismos han sido paridos en esa suplantación que realizan los medios, y sólo saben capitular ante esa administración mediática de la realidad[1]. Por eso también los políticos se subordinan a las fórmulas que establecen los medios y se esmeran, como esterilizados e inofensivos candidatos, en la obediencia monolítica al guion que se les prescribe. En las “guerras de cuarta generación”, porque se trata de un mediafare, el vencedor se lo decide en la arena mediática y cualquier evento electoral posterior, queda reducido a un simple trámite formal[2].

            Esto es necesario exponerlo, porque aquello que desata ignominias moralistas, es algo que promueven los mismos medios como restauradores continuos del sistema de creencias del orden y la jerarquía social. Pero ningún analista dice eso y, de ese modo, la mediocracia soslaya todo tipo de responsabilidad; pues la consigna de “nosotros informamos y usted opina”, oculta que esa opinión está producida, es decir, editada, para moldear las preferencias y lograr efectos medibles y deseables. Ese es el poder de los medios, no tanto el dinero sino el poder de crear opinión pública: el kratos mediático. Desde su supuesta neutralidad y objetividad virtual, se creen más allá de bien y del mal y juzgan a todos, pero nunca se ponen a sí mismos en el tribunal público que regentan.

Los medios son hábiles en desmarcarse a tiempo de impugnaciones legítimas sacrificando, por ejemplo, candidatos de lengua y dedos pipiolos. Casos concretos deciden el favoritismo electoral, sin que ello signifique poner en duda la imparcialidad que exhiben, pero que representan lo que los medios producen. Impresentables candidatos tienen en expresiones toscas la fórmula de improvisados novicios impuestos por el dinero y el poder y promovidos por máscaras mediáticas hechas a pedido del cliente; pues nada puede esperarse de una nula formación basada únicamente en memes. Pero esa es la tendencia del perfil actual de los políticos que produce la mediocracia, acorde al nivel de un electorado sin más atributos que el estar desubicado.

Se podría argüir que son las redes sociales las que producen criticidad frente a los medios, pero precisamente, cuando hablamos de mediocracia, no restringimos el concepto a los medios corporativos sino apuntamos a que, incluso las redes sociales, actúan como sus ecos extensivos; por ello los medios pueden alimentarse de las redes sociales y éstas, no dejarán nunca de enajenarse de aquéllos, pues la divergencia aparente es, en realidad, su continua, necesaria y mutua referencia.     

La mediocracia, decíamos, es un activador y restaurador del sistema de creencias hegemónicas que genera toda una plataforma de legitimación social, desde donde se opera ideológica y políticamente para subsumir toda exterioridad en lo mismo, es decir, en la verificación que la opinión pública admite y legitima lo que la mediocracia ha definido previamente.  De ese modo, el poder de interpretación de la realidad se encuentra inevitablemente contaminado por el tamiz mediático. La política se privatiza, así como la democracia, y este rapto se lo hace en nombre de la “libertad de expresión”. La trampa es perfecta: denunciar a los medios es atentar a la libertad misma[3].

Entremos en tema. Cuando los medios advierten y dan lugar al señalado racismo de un candidato o una autoridad, supuestamente vemos la responsabilidad y la virtud de los medios en la denuncia, pero si el imputado es producto de la deformación mediática (que invade, mediante las preferencias, todos los ámbitos de la vida individual), lo que vemos, en realidad, es un chivo expiatorio que cargue con todas las culpas que se vacían en sus espaldas y que hacen hasta ridículas las suyas propias.

El racismo no se disemina por inercia sino por activación de los dispositivos culturales y educativos (porque los medios de-forman la consciencia social informando, educando e “ilustrando”) que sostienen el carácter estructural de algo que ya no tiene que ver con simples discriminaciones fenotípicas. Ese tipo de abordaje del racismo, como mera discriminación fenotípica, es el menos adecuado para comprender la magnitud de aquello que atraviesa el tuétano de una estructura civilizatoria de dominación, expuesta en una clasificación con apariencia social, pero, en definitiva, racial. Y ese contenido esencial, es el que le confiere estabilidad, legitimidad y permanencia, a los postulados de la desigualdad humana que sostiene todo proyecto de dominación exponencial.

            Desde que apareció el fenómeno del MAS en la arena política, y no por cuenta propia, sino como la decantación de un sujeto emergente que reconfiguró el campo político, manifestando el carácter clandestino de una pluralidad nacional dentro de un Estado formateado en la exclusión liberal para beneficio privado de una exigua parte de este país, el racismo se ha ido exacerbando sin que, ni siquiera, el “gobierno del cambio”, haya sabido enfrentarlo.

El “gobierno del cambio” y, sobre todo, su élite sustitutiva (porque usurpó un liderazgo que no encarnaba los propósitos de una trasformación descolonial del Estado) no tenía idea a qué realmente se enfrentaba y, por ello, porque sólo atendía a diagnósticos que se detienen en los síntomas, intentó remediar esta problemática estructural del Estado –y su configuración liberal– con una acentuación ingenua y meramente punitiva.

            El racismo no es una mera discriminación más, sino el modo cómo se instituye un sistema-mundo en la exclusión y la desigualdad. En ese sentido es que se puede exponer al carácter ontológico del racismo, incluso para mencionar lo siguiente: no es una discriminación entre otras, sino el fundamento ontológico de todo el conjunto de discriminaciones sistémicas. Incluso hablando de la división internacional del trabajo, el racismo no es un mero dispositivo sino lo que hace posible esta distribución de roles y funciones y la expansión global del capitalismo. Es decir, sin racismo no habría capitalismo. Veamos entonces en qué consiste.

            Cuando nos referimos al racismo como racismo ontológico, estamos afirmando que se trata, en primera instancia, de una clasificación antropológica de carácter dualista-metafísica. Posee y se manifiesta como el carácter estructurante de la mitología moderna, es decir, configura, justifica y legitima las meta-narrativas (sus convenciones y prejuicios) moderno-occidentales. Sin esta clasificación antropológica no hay justificación posible del mito civilizatorio moderno, que el capitalismo necesita para legitimar sus pretensiones de dominio y explotación del trabajo humano, a nivel global.

Para que la dominación se justifique, el discurso de la desigualdad humana (heredada de la tradición imperial de Occidente) recurre a la biologización de las diferencias. Es por un acto sustitutivo, de carácter ontológico, que las víctimas de la invasión y conquista del Nuevo Mundo, son redefinidas como “inferiores”, legitimando de ese modo, la cobertura civilizatoria de la expansión moderno-capitalista y sus determinaciones dicotómicas del diseño-mundo que se irá imponiendo desde la colonización de todo el Abya Yala, convirtiendo a todo lo dominado, como frontera periférica, de un centro onto-teo-antropológico que establecerá la geopolítica del diseño-mundo moderno como centro-periferia.

            Ser y constituirse como centro no es una mera determinación espacial sino existencial. Porque para ser centro hay que saberse centro. Es decir, constituirse en términos de superioridad ontológica, gracias a una transferencia obligada de voluntad de vida, produciendo la inferiorización antropológica del otro extremo de esta relación. Esto es, para constituirse el dominador en superior debe desconstituir la subjetividad de las víctimas, condenándolas no sólo a una miseria material sino espiritual; de tal modo que, hasta ellas acepten y naturalicen una condición histórica impuesta. Lo que deviene en supremacismo blanco (que el eurocentrismo redefine ahora, ese supremacismo, como exclusivamente anglosajón), no se refiere a una discriminación fenotípica sino, precisamente, al fundamento ontológico que naturaliza ese tipo de discriminación, pero ya en los términos de una devaluación absoluta de la humanidad del otro, como el no-ser de la ontología moderna.

El carácter fundamentativo de esta ontología es que constituye y determina tanto, a la objetividad del mundo, como a la subjetividad social. Se instala en el sistema de creencias porque es, desde allí, que se tejen el conjunto de percepciones que producen una subjetividad en correspondencia con una objetividad que constituye un mundo-de-sentido que la geopolítica se encarga de afirmar, tanto en la disposición dicotómica del diseño global como en el propio sentido común.

Pero no se presenta como un mero prejuicio sino como la naturalización de la desigualdad en el propio sistema de creencias de los individuos, constituidos ahora en consciencia o subjetividad social. El conjunto de especulaciones que se barajan en la agenda mediática, apuntan ciegamente a explicaciones que sólo confirman esa naturalización en los limitados enfoques de sus análisis, que obvian el asunto, porque eso les sirve para acentuar una selectividad que responde a los prejuicios sociales, instalados en la opinión pública como plataforma aduanera de exclusión social, económica y política.

El asunto entonces no se dirime en la “discriminación” o la retractación. Hoy en día, la aporofobia decanta el racismo en un señalamiento público, que las redes sociales diseminan, porque es lo que “honestamente” piensa y cree una parte considerable de nuestros países. Tratando el asunto como una discriminación de intolerancia fenotípica, reduce su tratamiento a un reclamo moralista. Este reduccionismo hace que se crea (y así lo entendió el “gobierno del cambio”) que, por medio de la educación, se pueden superar los prejuicios, siempre en una concepción lineal optimista que cree que siempre se asciende evolutivamente a lo mejor (el presente cuestiona ese optimismo en la producción de individuos que, a pesar de toda la información que posean, son receptores de ideologías que, como el fascismo, se creían superadas). Un siglo de reformas pedagógicas sólo demuestra que el propio sistema educativo es tan racista como la educación que se imparte. 

Es sintomático que casi todo el conglomerado académico e intelectual no sabe cómo salir metodológica y epistemológicamente del moralismo racista. Reducido a discriminación fenotípica, no entienden lo que significa estructural. El sistema-mundo moderno es inconcebible sin el racismo, el diseño geopolítico centro-periferia tampoco, así como el capitalismo. Resituar al racismo como anterioridad lógica a todas estas determinaciones hace que su precisión, en cuanto clasificación antropológica, le dé mayor consistencia a la crítica a esa continuidad heterogénea del discurso de la desigualdad humana que caracteriza a la tradición occidental; pero, sobre todo, hace posible desmontar el mito civilizatorio, con el cual, el proyecto moderno se instala como la metafísica de las narrativas dicotómicas que inaugura, impulsa y desarrolla la modernización como forma de vida.

Decíamos que ser centro es saberse centro. Esto significa saberse superior en un mundo cuyo diseño establece una cartografía existencial. Porque centro y periferia se constituyen en todo un marco hermeneútico que interpreta la realidad desde un humanismo selectivo de carácter excluyente, diseñado para legitimar en el sistema de creencias y en la subjetividad social, exclusivamente, los mitos modernos.

Cuando nuestros Estados asumen el modelo liberal de Estado-nación, asumen también todo el universo de prejuicios de los mitos modernos. Las consecuencias han sido y son fatales para nuestra propia sobrevivencia como naciones. La propia concepción del “Estado aparente” viene determinada por esta clasificación cartográfico-existencial que reordena el sistema-mundo bajo el diseño centro-periferia.

Es, en esos términos que, el racismo, es un ordenador, distribuidor y diseñador de los roles y competencias sociales, económicas y políticas a nivel global. En ese sentido, los Estados periféricos, arrinconados en las fronteras aduanero-antropológicas, se ven a sí mismos como obligados a demostrarle al centro sus compromisos por acercarse y ser fiel a la imagen que, de humanidad, promueve el centro, y la periferia se obliga a ejecutar y consumar, por todos los medios posibles (y hasta en contra de su propia existencia, o sea, argumentar contra sí misma).

La clasificación entonces no es nada inocente y produce Estados a imagen y semejanza de un humanismo excluyente que define la vida y la muerte. Por eso el racismo no es una discriminación entre otras sino constituye estructura existencial en el propio sistema de creencias de la subjetividad moderna. Tampoco es algo superado porque el sistema-mundo necesita del justificativo ontológico-humanista de la negación absoluta de la humanidad de los excluidos, para iniciar siempre nuevos procesos de acumulación a costa de la vida de las víctimas de la expansión civilizatoria moderno-occidental.

Por eso, es en momentos de crisis sistémica que el capitalismo vuelve al relato de las dicotomías modernas para impulsar nuevos ciclos de concentración de riqueza global a partir de literales “cruzadas” contra enemigos señalizados como hostiles que, según los cánones racistas, desafían, niegan y constituyen un “peligro para la humanidad” (como decía un padre del empirismo: John Locke). El argumento funciona porque responde al fundamento último de legitimación civilizatoria que la modernidad renueva para justificarse como el “único mundo posible y deseable”.

El there is no alternative tiene esa función, así como el “fin de la historia” y el “choque de civilizaciones”[4]. Desde los mitos modernos, instalados como racionalidad única, verdadera y universal, sólo el capitalismo es posible, incluso en términos teológicos y, por ello, negarse a aceptarlo constituye un deicidio, cuyo único castigo posible es el genocidio y el exterminio (como el que sucede actualmente en Gaza, pero el que sufrieron también nuestros ancestros –y siguen sufriendo pueblos y naciones enteras- en la invasión y conquista de América).

Esto nos lleva a desenmascarar al racismo como el mito fundante y fundacional de la modernidad. Sin él es imposible la contundencia de su rápida y consistente expansión. Este mito, de la superioridad blanca frente a la inferioridad de todos los demás, ha demostrado ser la mejor forma de mostrar como innegable la biologización de las diferencias y, de ese modo, darles permanencia y consistencia a las relaciones racistas del poder, tanto nacional como global. Es en este punto, donde se podrá comprender por qué una “política del odio” no nace de la nada sino constituye la activación del racismo estructural que permea la subjetividad social (sobre todo la urbana).

De ese modo el centro le impide a la periferia una superación de sus condiciones de subdesarrollo. Haciéndole creer que aquello se debe a su “propio atraso”, condena a la periferia a una patología crónica: aspirar a ser lo que no es y despreciar lo que sí es. Por eso se condena al carácter dependiente de asumir un proyecto de vida que no nace nunca de lo propio, condición básica de ser para sí, y desarrollar un proyecto propio de vida y no depender hasta la capitulación de su soberanía; frente un centro que, en los hechos, subdesarrolla las propias posibilidades de la periferia para dejar de ser periferia subdesarrollada que, en esta lógica de aprovechamiento unilateral, se condena a sí misma, a costear y financiar el desarrollo exclusivo del centro.

Por ello llegamos a la siguiente constatación: el diseño geopolítico centro-periferia es además un diseño antropológico que promueve un humanismo selectivo y excluyente. Es también ontológico porque define las fronteras del ser y del no-ser, de lo que es posible y lo que no. Y arriba a redefinir una cartografía teológica donde el centro es la morada del bien y, el centro del centro, constituido en el santo sanctorum, es el templo financiero donde se expían los pecados de todo el ámbito periférico, o sea, la deuda infinita (por representar una “amenaza a la humanidad”) que se transfiere, del sur al norte, como moneda de pago por la absolución divina.   

Por eso la colonialidad moderna no puede entenderse desde las determinaciones clásicas de colonialismo anterior. La transferencia no es una mera tributación económica. Es más, si de tributación hablamos, lo que la periferia transfiere es una autentica cesión de voluntad de vida. Por eso conviene redefinir el concepto de colonialidad y mostrar que es la periferia, en esta suerte de dialéctica negativa, la que cede voluntad de poder, o sea, voluntad de vida al centro. Ese plus es lo que alimenta y da vida al poder real global. Ese acto de transferencia unilateral que hace la periferia al centro mundial, o sea, imperial, es producto de esa renuncia que produce la capitulación absoluta de la periferia.

Por eso el “Estado aparente” es producto de esta cesión; porque transfiriendo soberanía real al centro, sólo puede evidenciar una soberanía de carácter formal, incluso hasta postiza. En esa capitulación de la soberanía se expresa la renuncia a la vocación de poder de las élites; porque son ellas las encargadas de esa transferencia, demostrando, de ese modo, haber sido formateadas en la dependencia como forma de vida, incluso como “elite revolucionaria”.

A eso llamamos colonialidad subjetivada. Cuando la dependencia se encuentra ya naturalizada, ésta consiste en aspirar a ser como el centro, o sea, ser admitido, según las prerrogativas del centro. Pero el precio de esta admisión, en tanto ilusión de inclusión, es renunciar a ser centro de sí mismo y condenarse a ser consciencia periférico-satelital. De este modo, el centro puede reponer siempre su hegemonía, en esta apuesta hasta fatídica que hace la periferia, con la complicidad hasta comedida de las propias élites con consciencia periférico-satelital.

Por eso las verdaderamente colonizadas son las élites, incluso las “revolucionarias”, y eso es lo que presenciamos en Bolivia, en el propio “gobierno del cambio”, pues la propia élite política que debía impulsar la transformación del Estado, acabó capitulando al formateo colonial para ceder el poder político a un nuevo retorno del señorialismo oligárquico, y su “juramento de superioridad sobre los indios”. Y esta vez, ya no con golpe, como en el 2019, sino de “modo democrático”; una vez que el propio MAS se deshizo en una lucha intestina que, sospechosamente, sirvió muy bien a una transferencia de legitimidad[5], que dejó al campo popular sin posibilidades de constituirse en bloque y hasta huérfano de toda representación política.     

Ese “juramento de superioridad” es el prejuicio oligárquico desde donde se activa el racismo en nuestro país. Y los principales operadores de esa activación son los medios de comunicación convertidos en poder corporativo, al servicio de la reposición del orden social racializado. Por eso la mediocracia, en nuestros países, tiene fines determinados por la vigencia existencial de las oligarquías. Por eso el ensañamiento decisivo contra el MAS y el Evo, en tanto referencia del indio convertido en horizonte político, puede ser entendido como la resistencia sistémica del orden racializado de un Estado y una sociedad con consciencia periférico-satelital, que vive exclusivamente en la ilusión de ser admitido por el centro imperial (aunque eso le cueste su propia existencia[6]). 

De ese modo, el diseño centro-periferia excede la consideración exclusivamente geopolítica y se convierte en referencia de una clasificación antropológica y su consecuente humanismo selectivo y excluyente, que hace posible la estabilidad del sistema-mundo moderno, de sus lógicas de autoridad y dominación sobre el cordón periférico.

El fracaso de las opciones indígena-populares vienen, de este modo, mediados por la activación de los miedos, prejuicios y relatos sociales que tienen, a los medios de comunicación, como los ideales operadores políticos de las opciones oligárquicas. La propia defenestración del Evo fue producto de la propaganda mediática que, al inventar un monstruo, vaciaron en éste todo el desprecio social de un país donde la injusticia y la desigualdad se hallan naturalizadas en el imaginario social (siendo el indio y, sobre todo, lo indio, lo sospechoso de todo desafío al orden). Por eso la consigna de “orden, paz y trabajo” es el refugio de la moralidad del sistema, donde el indio (siendo el otro, el excluido) es la imagen del desorden, la violencia y la pereza.

La tendencia fascista actual de la subjetividad social, encuentra en los medios la confirmación de todo su universo de prejuicios y su sistema de creencias y, de ese modo, estará dispuesta a aceptar la austeridad y el disciplinamiento que, con el indio en el poder, jamás lo hará; teniendo además la premisa ideológica de que toda la culpa es de los indios.

Entonces fácilmente creerá que el financiamiento externo es el necesario tramite de salvación nacional; que lo decisivo es una producción funcionalizada para la exportación y que no importan los costos, siempre y cuando estos se descarguen en los mismos de siempre, en aquellos cuya humanidad siempre será cuestionada. Por eso la idiosincrasia urbana se constituye en base de reclutamiento de los prejuicios oligárquicos, legitimando el poder de intereses corporativos que, a nombre de meritocracia, instituye un poder político como fiel administrador de sus prerrogativas.

La soberanía nacional deja de tener significación y se hace relativa a las necesidades de la geoeconomía de la moneda imperial y, de ese modo, reafirma nuestra dependencia por transferencia sistemática de valor. Cuyo valor es literal voluntad de vida de nuestros pueblos y la propia naturaleza, subsumidas como simples mediaciones de esa transferencia. Para eso sirve el racismo al mercado global y al diseño geopolítico que diagrama el poder imperial.

El racismo como discriminación fenotípica no sabe decir nada al respecto, porque esa discriminación es apenas un efecto de las consecuencias de un humanismo excluyente. Cuando el neoliberalismo naturaliza en la subjetividad social, aquella idea de que la ineficiencia y la corrupción son patrimonios de lo público y estatal, demoniza toda apuesta de la democratización de los bienes comunes, porque estos no pueden compartirse con quienes riñen con la humanidad; de ese modo la privatización de los bienes comunes se justifica, siendo y expresando toda una metafísica que legítima la religiosidad del capital y la consecuente privatización de todos los ámbitos de la vida.

El lucro ya no es lucro sino la ganancia concebida ahora como una bendición que santifica el emprendimiento privado y restaura la fe en el mercado. Esto conduce a un nihilismo del mercado que cree sólo en sí mismo, incluso por sobre todo derecho. En ese sentido, los “derechos humanos”, ahora como derechos liberales, sólo pueden interpretarse como derechos burgueses y, para acceder a ellos, uno mismo se hace “capital humano”, separado del resto que no hace mercado, o sea, de los “enemigos de la sociedad”, es decir, de la humanidad.

Esto es lo que venden los medios. La mediatización de la política tiene que ver, más que su conversión en una mercancía más, en la operatividad de ser un ejecutor de los relatos ideológicos que cohesionan un tejido social en correspondencia con el sistema de valores sociales que tiene que irse renovando en todo contexto, sobre todo en los más críticos, aquellos que alteran la cosmogonía y la cosmología social.

El orden social (el sistema de roles y funciones, o sea, de suertes y destinos) depende de esta no alteración. La estabilidad del sistema, entonces, no se demuestra en el orden racional, sino que se afirma y reafirma en el mítico-simbólico. Y en las coyunturas críticas post segunda guerra mundial, el sistema, para su propia conservación, ha estado reformulando esta recurrencia en la teología cristiana evangélica. Asunto que la izquierda ha perdido de vista, gracias al profundo secularismo iluminista que cree que los mitos y las religiones son algo ya superado (y que toda religión es un opio). Fieles herederos del iluminismo del “siglo de las luces”, su eurocentrismo ha desarmado completamente sus capacidades críticas de desentrañar el misterio de la dominación.

Los movimientos neofascistas que se han diseminado por toda Latinoamérica, han sido también impulsados por la “teología de la prosperidad” que, al acabar con la “teología de la liberación” y la opción por los pobres, ha dejado a los pueblos inermes ante la avalancha de la propaganda cristiana que, de promover la bendición de la riqueza y los ricos, ha pasado a la demonización de la religiosidad popular y la espiritualidad ancestral, dejando sin posibilidades de reconstitución de la subjetividad de nuestros pueblos y a merced de los valores y las creencias burgués-capitalistas (sin que el ateísmo althusseriano-marxista pueda decir algo).

Las consecuencias políticas son nefastas, produciendo no sólo la aporofobia sino el pasaje del milenarismo a nihilismo. Por eso asistimos a la proliferación de la “política del odio”. En términos fundamentalistas cristianos, quienes alteran el orden divino son deicidas y, con la acentuación del humanismo excluyente, son “enemigos de la humanidad”; entendida ahora –la humanidad que sólo puede ser cristiana– como el resto apocalíptico de las huestes celestiales.

En eso deviene la “religión del amor” que constituye el núcleo ético-mítico de la tradición imperial occidental. Por eso los inquisidores podían creer que matando a los infieles “por amor”, salvaban sus almas del mal. Esa es la tradición sacrificial medieval que disemina la modernidad en los fetiches sustitutivos que remplazan al Dios cristiano por el desarrollo y el progreso. Los “enemigos de la sociedad”, o sea, los “enemigos de la humanidad” son “enemigos de Cristo”, o sea, “enemigos de Dios”. Esa es la justificación última de la “política del odio”. 

La izquierda, fiel a la tradición aristocrática occidental de desprecio al pueblo, si bien asume esto en la acentuación de un paternalismo verticalista, no deja de ver al pueblo como a un objeto sin capacidades de liberación y menos de dirigencia. Pero lo que nos sugiere y enfrenta esta coyuntura de reposicionamiento neofascista (ya sea en su forma de “libertarios”, “trumpistas”, “pititas”, etc.) es algo que nunca se había planteado y que Franz Hinkelammert, al final de su vida, propuso: “no se trata sólo de liberar a las víctimas sino de liberar también al dominador”.

Los medios convirtieron al Evo en un monstruo, y los “pititas” y toda la idiosincrasia social lo ve de ese modo. Pero al hacerlo y, de eso, no toman consciencia, es que, produciendo un monstruo, ellos mismos de hacen monstruos. Y eso lo demuestran los “haters” en las redes sociales, donde expresan su incapacidad de argumentación racional, sólo de odio visceral. En tal situación se hace casi imposible la restauración de criterios éticos que restituyan las coordenadas morales, en una sociedad presa de prejuicios y relatos que sólo afirman las prerrogativas oligárquicas en desmedro de sus propias naciones. Pero ese es el único modo: restaurando criterios éticos que restituyan las coordenadas morales, es que una sociedad pueda alcanzar la convivencia (para que la vida humana valga más que el beneficio y la compasión derrote a la indiferencia, hay que redefinir lo humano y el humanismo). En eso consiste una revolución democrática, cultural y pedagógica.

No se trata sólo de cambar las condiciones económicas sino de apuntar a una nueva forma de vida. Pero para eso hay que restaurar la fe, la confianza y la esperanza que le da materialidad a todo horizonte utópico. Éste sólo acontece si se lo desea; de ese modo se lo impulsa y se generan las mediaciones necesarias para su realización. Si hay principios en la política, uno de estos debe ser el principio esperanza, más allá de toda política reducida a su recortado proceder estratégico-instrumental. Pero esto, a su vez, sólo podría ser producto de una nueva antropología que recupere el humanismo del otro hombre, en los términos de servicio trascendente a la voz y hasta al grito de los excluidos.

El racismo es la negación absoluta de la humanidad del otro. Por ello da lugar, porque lo justifica, a la negación, aniquilación y al genocidio de los excluidos, vistos como “enemigos de la sociedad”, o sea, “enemigos de la humanidad”, o sea, “enemigos del Dios del amor”. Por eso, en nombre de ese “amor”, se puede cometer los crímenes más espantosos y demenciales; porque ese “amor” –representando ya la absoluta inversión de lo más sublime– lo permite y lo justifica. Liberar al dominador significa eso: ponerlo en evidencia, enfrentarlo, en su propia autocontradicción; porque la dominación es una lógica, una racionalidad y, si bien, hay personificaciones que ejecutan la dominación, el problema es la base social que legitima la dominación, la injusticia y la exclusión estructural.

Porque el problema es que, lo que acontece en Gaza, por ejemplo, sea subsumido como un espectáculo para la propia consciencia social (de lo cual no escapan los intelectuales y analistas piromaníacos que pretenden atizar conflictos sólo para la corroboración de sus hipótesis peregrinas, o sea, hacer de la vida de las víctimas, laboratorios analíticos de contemplación teórica).

Ayer el gobierno boliviano ya se estrenó, en apenas un mes, con sus primera dos víctimas. Pobres, como es costumbre, que reclaman y rechazan ser depósito de los residuos citadinos, fueron objeto de una de tantas masacres, ante la mirada indolente de toda una sociedad que hasta aplaude usar armas letales contra los “indeseables”; los que “huelen mal” porque cargan con nuestras basuras y miserias.

Estos deben madrugar, cada día, para llevar el pan a sus hijos, pero para la sociedad y las “buena familias”, son vagos; marchan, bloquean y gritan para que la sordera del poder escuche la pena que duele vivir, pero para los medios son terroristas y hasta son cercados y acribillados por la policía y el ejército, pero sus titulares repiten y repiten hasta convencernos: “se mataron entre ellos mismos”. Desde la conquista escuchamos la misma justificación; porque así se lavan las manos y las consciencias. Negándoles su humanidad, se les niega todo derecho y, de ese modo, se limpia el mundo y se restaura el orden.

Ese orden republicano, de un país de amos y patrones, es lo que busca restaurarse ante la osadía de los indios: pretender un país entre iguales. En este posible desenlace del derrumbe del Estado plurinacional –donde ya la izquierda perdió todo sentido histórico[7]–, puede que nos encontremos presenciando y enfrentando el primer capítulo de éste. Si es así, el pueblo tendrá también que depurar su propio horizonte de expectativas y advertir que ya no se puede ni se debe insistir en la dirección que el mundo ha adquirido desde hace cinco siglos y que nos ha conducido a esta “crisis civilizatoria” que, como crisis de racionalidad nos ha dejado en la orfandad del nihilismo actual, donde ya no hay motor utópico que nos devuelva apetencia histórica de porvenir.

El fin de todo ya no estremece sino hasta se lo desea. El fin de la historia no significará vivir en el presente sino el fin de todo. Sólo los más negados y excluidos, las víctimas del reino de este mundo, nos podrán devolver, desde su memoria ancestral, las condiciones para el reencuentro con la vida. El fin de una civilización de la muerte, como la moderna, necesita por eso de gigantografías, iluminación, propaganda y espectáculo, porque vive de lo que no tiene y debe de usurparlo todo, a lo que sí tiene vida verdadera.

La Paz, Chuquiago Marka, 9 de diciembre de 2025
Rafael Bautista S., es autor de:

El Ángel de la Historia, volumen II:

La disputa del arco sudamericano y

la geopolítica del reinicio global.

Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com


[1] Los medios han hecho de la ciencia política un género literario, y los cándidos “analistas” certifican esa nigromancia basando la construcción de hipótesis o proyecciones empíricas sobre una ficción: la encuesta electoral como dato manipulado. La ciencia degenera en pseudociencia, pues toma, como realidad, la invención que produce la mediocracia. Por eso los fascistas pueden aparecer como “demócratas”, porque el voto (del que hacen “bandera de la democracia”) ya no es más la genuina expresión popular sino el desplazamiento que hace el cuarto poder de todo lo democrático; de ese modo se instala la ficción misma como verdad y al análisis político sólo saber decir amén a semejante fraude. 

[2] Cuando sucede lo contrario, es cuando activan todos sus dispositivos para deslegitimar la anomalía o, cuando tal anomalía no desdice sus preceptos, movilizan a toda su planta de analistas para “normalizar” la anomalía en “singularidad” y transferir todo equívoco a una realidad imperfecta. Así actúa todo aquel que obedece a un “modelo ideal de funcionamiento perfecto” y no respeta la preeminencia de la propia realidad. Los analistas piensan en “modelos ideales”, no piensan lo que debieran pensar: la realidad y sus complejidades.

[3] Por eso también se entiende que los medios no quieren ningún tipo de regulación pública. Como un brazo extensivo y operativo de la lógica y el automatismo del mercado, su libertad (amparada en el concepto de “libertad de expresión”) se la concibe como irrestricta y por encima de todo bien público. El carácter privativo de este supuesto derecho significa sólo el abuso de unos privilegios que, en su auto referencialidad, se lo dan a sí mismos, por encima de todo bien público.

[4] El orden secuencial no es casual y nos muestra el cómo Occidente ha venido interpretando su propia decadencia desde su mirada provinciana. El que no haya alternativas era una afirmación ante la imposición –que se creía absoluta– del neoliberalismo y el orden unipolar; declaración jubilosa y amenazante que la pronunció Margaret Thatcher, en el contexto de las huelgas mineras de 1984-85. Si no hay alternativas, entonces llegamos al fin de la historia, tal como lo sugiere Francis Fukuyama, en el libro homónimo (The End of History and the Last Man, 1992), que parte de un ensayo de 1989, para la revista de asuntos internacionales The National Interest; donde se argüía el triunfo de la democracia liberal sobre el fin del comunismo. Esta visión se remata con el concepto del choque, envuelta en la famosa “trampa de Tucídides” (que es, en última instancia, lo que todo Imperio teme), que los think tanks imperiales ya avizoraban ante un mundo que ya no comprendían y que empezaba a escaparse de su control. El choque de civilizaciones fue formulado en un artículo de Samuel P. Huntington, publicado en la revista estadounidense Foreign Affairs en 1993, para después aparecer como libro en 1999: The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order. ​

[5] Sucede en política como suele señalarse en física, a propósito de la energía: así como la energía no se destruye sino se transforma, así también la legitimidad no desaparece sino se transfiere; y en nuestro caso, la izquierda que cooptó al MAS y al proyecto popular, por su propio errático manejo de la hegemonía lograda, hizo que la transferencia de legitimidad, la reciba de modo inmerecido, la derecha política.

[6] Por eso Kissinger señalaba y puede leerse esta confesión en esa perspectiva: “ser enemigo de USA es peligroso, pero ser su amigo es fatal”.

[7] Si la izquierda no se resignifica a sí misma (además, ya no desde su compendio pasado, sino a la luz del nuevo tipo de mundo que se está redefiniendo, ya no en los términos moderno-occidentales), dejará de tener sentido en la taxonomía política. Entonces deberá, de modo autocritico, sopesar su lugar político y responder a la más crucial de las preguntas: una vez que no haya, en los términos decimonónicos, el sujeto histórico que debía ser vanguardia de la revolución, ¿valdrá la pena, tendrá algún sentido, todavía autodenominarse de izquierda y, si es posible, en qué términos?

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